Entre las muchas consideraciones que pueden hacerse al final de la lectura de las largas y complejas motivaciones de la sentencia sobre el juicio relativo principalmente al asunto de la compraventa del edificio londinense de Sloane Avenue, proponemos dos.
La primera se refiere al desarrollo del juicio, que se celebró durante 86 audiencias en la sala polivalente de los Museos Vaticanos: a pesar de las acusaciones y declaraciones de los medios de comunicación acerca de que los derechos de la defensa no estaban garantizados, es evidente exactamente lo contrario. La decisión del Tribunal dirigido por el Presidente Giuseppe Pignatone no siguió las peticiones del Promotor de Justicia, recalificó los crímenes, absolvió a algunos de los acusados por supuestos delitos. Sobre todo, situó el contrainterrogatorio en el centro del debate, dio la oportunidad de intervenir a las bien estructuradas defensas de los acusados y examinó hechos y documentos sin omitir nada. Aunque el Vaticano -como Francia y a diferencia de Italia- mantiene un rito inquisitorial distinto del acusatorio y, por tanto, no prevé una «igualdad de armas» entre la acusación y la defensa en la fase de instrucción, la fase de juicio es muy distinta, en la que se ha garantizado plenamente el principio y se ha celebrado un juicio justo, con derecho de defensa y presunción de inocencia. Principios que, por otra parte, están bien definidos y previstos en la legislación vigente. Es interesante observar que, en repetidas ocasiones, las motivaciones se refieren a algunas sentencias que han marcado la pauta en la jurisprudencia italiana.
La segunda consideración se refiere al uso del dinero y a la necesidad de rendir cuentas. En el documento final aprobado por el Sínodo sobre la Sinodalidad que concluyó la semana pasada, hay párrafos centrados en la cuestión de la transparencia, señalando como consecuencia del clericalismo la suposición implícita «de que quienes tienen autoridad en la Iglesia no deben rendir cuentas de sus actos y decisiones». La triste historia de la arriesgada inversión en el fondo de Mincione de nada menos que 200 millones, una suma ingente para una operación que no tenía precedentes -independientemente de las responsabilidades de los distintos sujetos según ha comprobado el Tribunal- habla de una forma de utilizar el dinero que no implicaba 'rendir cuentas'. Y habla también de lo nocivo que es, para una realidad como la Iglesia, asumir categorías y comportamientos tomados de las finanzas especulativas. Son actitudes que ponen entre paréntesis la naturaleza de la Iglesia y su carácter distintivo. Actitudes que dejan de lado, o fingen desconocer, aquella sabiduría del «buen padre de familia» explícitamente citada por la normativa vigente y tanto más necesaria a la hora de administrar los bienes que sirven a la misión del Sucesor de Pedro.
Diversificar las inversiones, tener en cuenta el riesgo, alejarse de favoritismos y, sobre todo, evitar convertir el dinero que se maneja en un instrumento de poder personal son lecciones que deben extraerse del asunto de Sloane Avenue.
Menos mal que dentro del propio sistema de la Santa Sede se han desarrollado los «anticuerpos» que han permitido sacar a la luz los hechos objeto del proceso, con la esperanza de que no se repitan.