Mutaciones

26 de enero de 2023

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Veíamos en un artículo anterior que la ‘selección natural’ no actuaba como una fuerza capaz de transformar una especie en otra. Para lograr tal cosa, se requieren mutaciones; esto es, alteraciones al azar en la composición química de los genes, concretamente en el ácido desoxirribonucleico (ADN), donde está codificada la información hereditaria. Con razón se ha dicho que en las moléculas de ADN se halla inscrito el ‘lenguaje de la vida’, no sólo en un sentido analógico, sino incluso literal. Pero un cambio al azar en el lenguaje de un texto tiende inevitablemente a deteriorarlo. A veces se dice irónicamente que las erratas pueden mejorar un escrito; pero es cuando se desea denigrar el estilo de su autor. Una errata, un cambio al azar en el lenguaje, lo deteriora; y lo mismo sucede cuando en un organismo se produce una mutación al azar.

 

Para mejorar un texto, como para mejorar el ADN, hace falta una inteligencia. La inmensa mayoría de las mutaciones estudiadas en laboratorio han sido dañinas o incluso letales para los organismos en los que se han producido; y sólo en casos excepcionales han resultado neutras, bien porque el gen alelo (procedente del otro progenitor) suple la función del gen dañado, bien porque la mutación ha introducido un cambio insignificante que no afecta la viabilidad del organismo. De ahí que, cuanto más grande es una mutación, más peligrosa resulta para el organismo; y cuando es de una magnitud tal que puede cambiar la especie, el organismo muere. Las mutaciones ‘favorables’ de las que nos hablan los científicos son, en realidad, muestras de la variabilidad genética que tiene todo organismo, que hace que en determinadas circunstancias se ‘expresen’ genes que estaban presentes, pero reprimidos, porque su funcionamiento no era necesario. Nunca son mutaciones ‘creativas’ capaces de producir novedades biológicas (ojos, plumas, sangre caliente, etcétera) que expliquen la aparición de nuevas especies biológicas en ‘evolución’, desde la bacteria hasta el hombre.

 

Pero es que, además, para que estas mutaciones ‘creativas’ expliquen la evolución de las especies tendrían que transmitirse a la descendencia; es decir, tendrían que afectar a las células germinales y ser dominantes, prevaleciendo sobre el gen alelo. Y, por si fuera poco, tendrían que ocurrir miles de mutaciones simultáneamente (¡al azar!) en un mismo sistema genético, para así poder sumarse, dando origen a un órgano nuevo. Pero tal concentración de mutaciones mediante el puro azar resulta imposible, tan imposible como convertir mediante una concentración de erratas el prospecto de una lavadora en un soneto perfecto. Un organismo es un conjunto infinitamente complejo de estructuras integradas que funcionan como una máquina perfectamente conjuntada; no es un mecano que se pueda ir modificando por partes que, al sumarse, produzcan su transformación en otro organismo. Si las mutaciones no se producen simultáneamente no sirven para nada, sino que más bien son un estorbo para la supervivencia: a un mono unas piernas de hombre no le servirían de nada si su pelvis siguiese siendo de mono; y una pelvis humana tampoco le serviría de nada si mantuviese una columna vertebral de mono; y así sucesivamente. O, dicho más exactamente, le serviría para ser víctima de la ‘selección natural’. Para que las mutaciones en verdad produjeran un cambio de especie deberían aparecer simultáneamente y producir un reordenamiento radical de todo el genoma. Sólo así se puede producir un ser viviente viable. Y tal cosa –que no negamos que pueda ocurrir– tiene un nombre específico: se denomina ‘milagro’.

 

Richard Goldschmidt, un prestigioso genetista alemán, después de dedicar toda su vida al estudio de las mutaciones, concluyó que es absolutamente imposible que expliquen la transformación de las especies. A esta imposibilidad hay que añadir, además, el problema capital de la inteligencia humana, que establece una diferencia no de grado, sino de naturaleza con la ‘inteligencia’ de cualquier otra especie animal. Pretender explicar la inteligencia humana a partir de mutaciones al azar actuando sobre los genes de otra especie animal es por completo grotesco.

 

Así pues, la ‘selección natural’ nos demuestra que sobreviven los individuos más fieles al tipo; lo cual conserva las especies, no las transforma. Y las mutaciones son absolutamente incapaces de explicar tan siquiera la aparición de un órgano nuevo. La ‘evolución de las especies’ se trata, en realidad, de un dogma de fe; de una fe extrañísima que, a la vez que niega los milagros, trata de explicarlos con teorías rocambolescas.

 

 

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