Juan, el discípulo amado al que se permitió ver los tiempos del Apocalipsis

29 de julio de 2022

Ofrecemos al final un valioso texto del Papa Emérito Benedicto XVI en el cual analiza los contenidos del “Apocalipsis” y zanja varias polémicas sobre la interpretación que algunos difunden al citar este libro de la Sagrada Escritura.

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Las fuentes de las que se citan los datos de la vida de Juan como apóstol, evangelista y como "hijo adoptivo" de María a quien acompañó hasta en su lecho de muerte -pudiendo haber sido testigo de la Asunción-, no siempre coinciden. Algunas son más convergentes y otras merecen dudas o son apócrifas.

 

En general, se acepta que el autor del Cuarto Evangelio es San Juan, el apóstol. También se atribuyen a este santo al que Jesús amaba (Jn. 13,23), las tres Cartas de Juan y el Apocalipsis de Juan. Entonces, ¿qué sabemos de este personaje, responsable de una parte importante del Nuevo Testamento?

 

El propio Nuevo Testamento es la fuente de información más rica sobre el santo. Los Evangelios dicen que Juan y su hermano Santiago fueron de los primeros discípulos llamados por Jesús. Ambos serían parte del selecto grupo de los Doce Apóstoles. Además, es probable que Juan fuera más joven que Santiago, ya que siempre se le menciona después de su hermano. Además, los padres de Juan eran Zebedeo, un pescador galileo, y Salomé, que también ejercería el ministerio de los discípulos.

 

Con su hermano y San Pedro, Juan formaba parte de lo que parece ser el círculo íntimo de Jesús. Tal vez esto explique, en parte, la posición de autoridad que ocupó Juan en la Iglesia tras la resurrección de Jesús. Por ejemplo, va con San Pedro a Samaria para imponer las manos a los nuevos conversos. San Pablo sometió su propia conversión y misión de reconocimiento a Juan, Pedro y Santiago.

 

Hijos del trueno

 

El propio Jesús ofrece una aproximación explícita a la personalidad de Juan. Jesús se refiere a Juan y a su hermano Santiago como los "hijos del trueno" (Mc 3,17). Una teoría sostiene que el título refleja el celo que demostraron en Lucas 9,54 al contemplar la posibilidad de hacer caer fuego como castigo sobre los pueblos samaritanos que rechazaron a Jesús. Otra fuente del nombre puede provenir por la ocasión en que la madre de Juan pidió a Jesús que concediera a sus hijos puestos de honor en el reino de Jesús. Cuando Jesús preguntó a los hermanos si podían beber del cáliz que él bebería, ellos respondieron, enérgicos, "¡Podemos!" (Mt 20,20-22).

 

El testimonio de los primeros tiempos del cristianismo

 

 

La historia de San Juan se vuelve un poco más incierta una vez que dejamos atrás el Nuevo Testamento. Sin embargo, los líderes de la Iglesia de los siglos II y III atestiguan que Juan estuvo en Asia Menor a finales del siglo I. Por ejemplo, San Justino Mártir hace referencia a Juan viviendo con su comunidad en Éfeso en un texto apologético fechado entre el 155 y el 160 d.C. Coincidiendo con la tradición que lo sitúa junto a María, madre de Jesús, en Éfeso.

 

Además, San Ireneo, que era obispo de Lyon en el 180 d.C., afirma que Juan hizo todos sus escritos del Nuevo Testamento en Éfeso y en la isla de Patmos, donde parece que Juan fue desterrado por un tiempo (Apocalipsis 1,9) durante el reinado del emperador Domiciano (81-96 d.C.) y donde -caído en éxtasis (Apocalipsis 1,10)- tuvo las visiones que describe en el libro del Apocalipsis.

 

Luego, desde Éfeso salió a evangelizar y ministrar a las iglesias de Asia Menor después de la muerte de Domiciano hasta su propia muerte como un ultracentenario anciano alrededor del año 100 d.C.

 

A finales del siglo II, Polícrates, el obispo de Éfeso, afirmó que la tumba de Juan estaba en Éfeso. En el siglo III, se hicieron dos afirmaciones principales sobre el lugar exacto del entierro. Finalmente, uno de los lugares fue reconocido y se convirtió en un santuario en el siglo IV.

 

Por último, la tradición ha sostenido durante mucho tiempo que San Juan sobrevivió a los demás Apóstoles y que fue el único que murió por causas naturales y no por martirio. Algunos señalan el pasaje completo con el que se inició esta reflexión (Juan 21, 20-24) como profético en este punto. Jesús acaba de presagiar el tipo de muerte que sufriría y llama a Pedro a seguirle en el versículo 19. Pedro ve que Juan le sigue y le pregunta a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús responde: "«Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.»"

 

Los tiempos del Apocalipsis

 

 

San Juan Evangelista quien es representado a menudo con un águila, escribió un libro cuyos contenidos han sido vistos como profecías que anuncian el fin del mundo. El Papa emérito Benedicto XVI, durante su pontificado puso la luz de su Magisterio sobre este asunto en su Audiencia General del miércoles 23 de agosto de 2006. Dice el Papa Benedicto XVI:

 

“Precisamente, en Patmos, caído «en éxtasis el día del Señor» (1,10), Juan tuvo visiones grandiosas y escuchó mensajes extraordinarios, que tendrán no poca influencia en la historia de la Iglesia y en toda la cultura cristiana. Por ejemplo, del título de su libro, «Apocalipsis» («Revelación») proceden en nuestro lenguaje las palabras «apocalipsis» y «apocalíptico», que evocan, aunque de manera impropia, la idea de una catástrofe que está por llegar.

 

El libro tiene que comprenderse en el contexto de la dramática experiencia de las siete Iglesias de Asia (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea), que a finales del siglo I tuvieron que afrontar grandes dificultades –persecuciones y tensiones incluso internas– en su testimonio de Cristo. Juan se dirige a ellas mostrando profunda sensibilidad pastoral por los cristianos perseguidos, a quienes exhorta a permanecer firmes en la fe y a no identificarse con el mundo pagano, tan fuerte. Su objetivo consiste, en definitiva, en desvelar, a partir de la muerte y resurrección de Cristo, el sentido de la historia humana. La primera y fundamental visión de Juan, de hecho, afecta a la figura del Cordero que, a pesar de estar degollado, permanece en pie (Cf. Apocalipsis 5, 6), en medio del trono en el que se sienta el mismo Dios. De este modo, Juan quiere dejarnos ante todo dos mensajes: el primero es que Jesús, aunque fue asesinado con un acto de violencia, en vez de quedar desplomado en el suelo, paradójicamente se mantiene firme sobre sus pies, pues con la resurrección ha vencido definitivamente a la muerte; el segundo es que el mismo Jesús, precisamente porque murió y resucitó, participa ya plenamente del poder real y salvífico del Padre. Esta es la visión fundamental. Jesús, el Hijo de Dios, en esta tierra es un Cordero indefenso, herido, muerto. Y, sin embargo, está en pie, firme, ante el trono de Dios y participa del poder divino. Tiene en sus manos la historia del mundo. De este modo, el vidente nos quiere decir: ¡tened confianza en Jesús, no tengáis miedo de los poderes opuestos, de la persecución! ¡El Cordero herido y muerto vence! ¡Seguid al Cordero Jesús, confiad en Jesús, emprended su camino! Aunque en este mundo sólo parezca un Cordero débil, ¡Él es el vencedor!

 

Una de las principales visiones del Apocalipsis tiene por objeto este Cordero en el momento en el que abre un libro, que antes estaba sellado con siete sellos, que nadie era capaz de soltar. Se presenta incluso a Juan llorando, pues no encontraba a nadie capaz de abrir el libro y de leerlo (Cf. Apocalipsis 5, 4). La historia se presenta como indescifrable, incomprensible. Nadie puede leerla. Quizá este llanto de Juan ante el misterio de la historia tan oscuro expresa el desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las persecuciones a las que estaban expuestas en ese momento. Es un desconcierto en el que bien puede reflejarse nuestra sorpresa ante las graves dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio. Ahora bien, revelan tanto la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las asechanzas del mal, como el gobierno superior de los acontecimientos por parte de Dios. Pues bien, sólo el Cordero inmolado es capaz de abrir el libro sellado y de revelar su contenido, de dar sentido a esta historia que aparentemente parece con frecuencia tan absurda. Él sólo puede sacar indicaciones y enseñanzas para la vida de los cristianos, a quienes su victoria sobre la muerte trae el anuncio y la garantía de la victoria que ellos también, sin duda, alcanzarán. Todo el lenguaje que utiliza Juan, cargado de imágenes fuertes, tiende a ofrecer este consuelo.

 

En el centro de las visiones que presenta el Apocalipsis se encuentran la imagen sumamente significativa de la Mujer, que da a luz un Hijo varón, y la visión complementaria del Dragón, que ha caído de los cielos, pero que todavía es muy poderoso. Esta Mujer representa a María, la Madre del Redentor, pero representa al mismo tiempo a toda la Iglesia, el Pueblo de Dios de todos los tiempos, la Iglesia que en todos los tiempos, con gran dolor, da a luz a Cristo de nuevo. Y siempre está amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa, débil. Pero. Mientras está amenazada, perseguida por el Dragón, también está protegida por el consuelo de Dios. Y esta Mujer, al final, vence. No vence el Dragón. ¡Esta es la gran profecía de este libro, que nos da confianza! La Mujer que sufre en la historia, la Iglesia que es perseguida, al final se presenta como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay lágrimas ni llanto, imagen del mundo transformado, del nuevo mundo cuya luz es el mismo Dios, cuya lámpara es el Cordero.

 

Por este motivo, el Apocalipsis de Juan, si bien está lleno de continuas referencias a sufrimientos, tribulaciones y llanto –la cara oscura de la historia–, al mismo tiempo presenta frecuentes cantos de alabanza, que representan por así decir la cara luminosa de la historia. Por ejemplo, habla de una muchedumbre inmensa que canta casi a gritos: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado» (Apocalipsis 19, 6-7). Nos encontramos ante la típica paradoja cristiana, según la cual, el sufrimiento nuca es percibido como la última palabra, sino que es visto como un momento de paso hacia la felicidad y, es más, éste ya está impregnado misteriosamente de la alegría que brota de la esperanza.

 

Por este motivo, Juan, el vidente de Patmos, puede concluir su libro con una última aspiración, en la que palpita una ardiente esperanza. Invoca la definitiva venida del Señor: «¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22, 20). Es una de las oraciones centrales de la cristiandad naciente, traducida también por san Pablo en arameo: «Marana tha». Y esta oración, «¡Ven, Señor nuestro!» (1 Corintios 16, 22) tiene varias dimensiones. Ante todo implica, claro está, la espera de la victoria definitiva del Señor, de la nueva Jerusalén, del Señor que viene y transforma el mundo. Pero, al mismo tiempo, es también una oración eucarística: «¡Ven, Jesús, ahora!». Y Jesús viene, anticipa su llegada definitiva. De este modo, con alegría, digamos al mismo tiempo: «¡Ven ahora y ven de manera definitiva!». Esta oración tiene también un tercer significado: «¡Ya has venido, Señor! Estamos seguros de tu presencia entre nosotros. Para nosotros es una experiencia gozosa. Pero, ¡ven de manera definitiva!». De este modo, con san Pablo, con el vidente de Patmos, con la cristiandad naciente, rezamos también nosotros: «¡Ven, Jesús! ¡Ven y transforma el mundo! ¡Ven ya, hoy, y que la paz venza!». Amén.”

 

 

 

Fuentes: Santa Biblia de Jerusalén, VaticanNews, Vatican.va, Zenit, Enciclopedia Británica.

 

 

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