La esperanza cristiana (I)

08 de diciembre de 2021

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Me ha resultado muy incitador un artículo de Arcadi Espada titulado Creencias en el que se subleva contra la carta, publicada en diversos periódicos, de los padres de Mariquilla, una niña de cinco años que murió atropellada fortuitamente a la salida de su colegio. Con una falta de remilgos sin duda hiriente pero muy estimulante desde el punto de vista intelectual, Espada se escandaliza, por ejemplo, de que los padres se atrevan a afirmar que su hija está «gozando más que nunca en el cielo porque era una disfrutona de la vida y sabía que sólo allí podía estar mejor con su verdadero Padre y su verdadera Madre». Y se escandaliza todavía más de que pidan a la mujer que atropelló a su hija «que se abandone en el Señor para darse cuenta de que no tiene culpa alguna y que, aunque sea incomprensible, Nuestro Dios lo ha permitido para sacar bienes mayores» (y los padres, incluso, mencionan que conocen casos de personas que, tras la muerte de su hija, han recobrado la fe). A Espada, en fin, esta carta se le antoja «la insólita justificación de un dios [sic] criminal» que «ha exigido el sacrificio de una niña»; y se le antoja aberrante que los titulares de la prensa la califiquen de «conmovedora» y «emocionante», siendo a su juicio por completo «inadmisible».

 

Los padres de Mariquilla se atreven a decir algo en verdad subversivo, radicalmente escandaloso, que ni los papas se atreven a decir

 

Espada tiene razón cuando despotrica contra la prensa que califica de «conmovedora» una carta que, en efecto, resulta por completo «inadmisible» para la mentalidad de nuestra época; aunque, sin duda, esa prensa zaherida por Espada demuestra al menos tener un poco más de delicadeza que él. Pero la delicadeza no es una prenda intelectual, sino en todo caso moral; y Espada acierta mucho más con su epíteto áspero que la prensa con sus epítetos ñoños. La carta de los padres de Mariquilla resulta por completo contraria al espíritu de nuestra época, que considera que la muerte conduce a la nada y que la fe en otra vida es una compensación imaginaria propia de ignorantes (cuando lo cierto es que no hay mayor ‘compensación imaginaria’ que la nada; puesto que si hay algo que por definición no exista es la nada). Nuestra época no cree en la vida más allá de la muerte por miedo a lo desconocido, por miedo a la existencia de una realidad que se hurte a su ciencia y a su técnica; y también porque –como señalaba Bossuet–, no creyendo en otra vida, se puede vivir esta como lo hacen los animales. La existencia de otra vida es, a la postre, una exigencia temible, pues nos obliga a vivir pensando en ella (y en el juicio que la precede), ordenando nuestra andadura terrenal hacia un horizonte más amplio. Cuando Espada califica de «inadmisible» la carta de esos padres no hace sino mostrar el mismo enojo y la misma exasperación que mostraban los paganos, hace veinte siglos, cuando veían a los cristianos aceptar alegremente la muerte.

 

Seguramente aquellos paganos pensaban que los cristianos eran pobres locos que actuaban así obedeciendo a «un dios criminal» que les exigía este sacrificio, pues no conocían la fe que profesaban. Espada, en cambio, conoce sobradamente esa fe y sabe, por tanto, que su «dios» no exige sacrificios; también sabe que el problema del mal que irrumpe en nuestras vidas infligiéndonos los más atroces dolores –como, por ejemplo, la muerte de una hija de cinco años– exige análisis menos caricaturescos y esquemáticos. La existencia del dolor y de la muerte es, seguramente, la objeción más tremenda que puede hacerse contra la existencia de Dios. El mismo Santo Tomás de Aquino la pone la primera todas (1, q. 11, art. 3): «Si, de dos contrarios, el uno fuese infinito, el otro quedaría destruido. Bajo el nombre de Dios, se extiende un bien infinito; por tanto, si Dios existe, el mal no puede existir. Pero el mal existe en el mundo. Luego Dios no existe». En efecto, basta con exagerar la premisa menor –«el mal existe en el mundo»– para perder la fe en Dios, que en caso de existir se convertiría en ese «dios criminal» al que se refiere Espada en su artículo. La exageración de esa premisa es hoy tan hegemónica y constante que hasta algunos de los últimos papas de la Iglesia se han rendido humillados –demostrando una pésima teología– ante ella, balbuciendo que no pueden explicar por qué existe mal en el mundo. Los padres de Mariquilla, en cambio, se atreven a decir algo en verdad subversivo, radicalmente escandaloso, que ni siquiera los papas se atreven a decir, por miedo a desatar la furia del mundo: «Nuestro Dios lo ha permitido para sacar bienes mayores».

 

Se trata, desde luego, de la afirmación más «inadmisible» que uno pueda imaginarse. Pero ¿qué quieren decir los padres de Mariquilla con semejante enormidad? Trataremos de explicarlo en una próxima entrega.

 

[Concluirá].

 

 

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