La Casa del Ahorcado

27 de mayo de 2021

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Juan Soto Ivars acaba de publicar La casa del ahorcado (Debate). Se trata de un ensayo muy osado y escabroso (para la mentalidad contemporánea), en el que se analizan y denuncian los nuevos «narcisismos tribales» que han florecido durante las últimas décadas en las sociedades democráticas, minadas por la polarización, así como la emergencia de nuevos tabúes, impuestos por las ideologías en boga, que no vacilan en administrar la muerte civil a los infractores. Soto Ivars es un escritor con una vocación publicista y polémica extraordinariamente valiosa; para mi gusto, uno de los pocos escritores de la nueva generación dotado de un talento distintivo, una voz propia y una encomiable independencia de juicio. Además, a Soto Ivars podríamos calificarlo como ‘progresista’, al menos en su concepción de la naturaleza humana y del orden político, punto de partida que hace todavía más valerosa su obra; pues los paradigmas culturales que execra son los que garantizan las bendiciones del progresismo rampante. Y, al execrarlos, corre además el riesgo de recibir el ‘abrazo del oso’ de cierta derecha que ha hecho de la ‘incorrección política’ más estridente y de la llamada ‘batalla cultural’ su causa primordial; una causa que, por partir de premisas erróneas, sólo contribuye a exacerbar esa ‘guerra civil de las identidades’ que el autor denuncia en su libro.

En La casa del ahorcado se exponen diversos casos sonados en que la infracción de tabúes acuñados por ideologías como el feminismo o el etnicismo ha convertido en ‘herejes’ a quienes osaron alzar la voz. Muy ilustrativo resulta el caso, por ejemplo, de un directivo de Google al que su empresa encargó un informe que estudiase las razones por las que las mujeres empleadas por la compañía no alcanzaban los puestos de dirección en un porcentaje parejo al de los hombres. El informante se atrevió –entre otras razones más o menos aceptadas o tópicas– a aventurar la hipótesis de que tal vez las mujeres se guíen por intereses vitales diversos (y más lúcidos) a los que predominan en el otro sexo, lo que desató una oleada de anatemas que convirtieron al informante en un apestado, despedido por la compañía que le encargó el informe y sometido al linchamiento de los medios de adoctrinamiento de masas. Soto Ivars considera que una sociedad democrática no puede admitir la imposición de tabúes que impidan el derecho a ofrecer interpretaciones que contradigan o sometan a controversia el ‘relato’ establecido por el furor narcisista de unos pocos (o unos muchos).

A Soto Ivars no se le escapa que esta asfixiante casa del ahorcado en que se han convertido las democracias occidentales tiene su causa última en la ausencia de vínculos y arraigos (religio) capaces de crear proyectos que a todos nos comprometan. Y, en este contexto, aboga por instituciones fuertes que garanticen el ejercicio de la libertad de expresión y donde todos tengamos sitio, independientemente de nuestras creencias e identidades. Pero lo cierto es que ha sido el ejercicio solipsista de la libertad de expresión lo que nos ha conducido a la situación presente; ha sido la renuncia a establecer la verdad sobre la naturaleza de las cosas lo que ha gangrenado las democracias y permitido que las tribus acuñen tabúes y posteriormente los impongan. Y esta renuncia a la verdad se halla en el meollo constitutivo de la democracia, entendida como fundamento (y no como forma) de gobierno. Pilatos considera que Cristo es inocente, pero no cree en la existencia de la verdad; así que toma una decisión fundada en la ‘libertad de expresión’ del populacho. El problema, a nuestro juicio, no se halla tanto en que la democracia haya perdido la capacidad para defender –por ejemplo– al autor del informe de Google que Soto Ivars comenta en La casa del ahorcado, sino en que descree de la posibilidad de determinar si las conclusiones de su informe son ciertas o erróneas, porque ha renunciado a hallar la verdad. Una verdad que, por otro lado, la exploración de la naturaleza –en el caso del informe de Google, los avances de la neurología– permitiría alcanzar fácilmente. La democracia, en un principio, trata de subsanar esa renuncia otorgando protección a todas las opiniones. Sólo que, allá donde todas las opiniones valen lo mismo, ninguna vale nada; y acaba imponiéndose siempre la opinión que dictamina la mayoría («¡Crucifícalo!»); o, todavía peor, una minoría que utiliza astucias propagandísticas y métodos de control social (o bien soluciones coactivas, incluso violentas) que le permitan alcanzar la hegemonía cultural. Sospecho que esta es la innombrable soga que asfixia la democracia occidental. Así, ahorcados por nuestro miedo a la verdad, acabamos prisioneros de los narcisismos tribales que Soto Ivars denuncia valerosamente en su libro.

 

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